Esos momentos en que me arde la vida; los planes a los que empiezan a crecerles los huesos y la carne, la sangre y las desparejas uñas. Esos momentos donde la ansiedad es sólo un prólogo mal escrito y peor leído, que queda atrás. Hervido, pisado. Pasado. Y el presente, que no es más que lo que tengo puesto y aprendido, florece como el jazmín chino en primavera: siempre de noche, siempre anunciando estrellas y lunas y besos y amores [¿y por qué no amores, eh?].
Esos momentos son la mejor cena, el mejor yuyito para el mate, el mejor beso de buenas noches que le chanto a mi pieza a oscuras cuando por fin cierro los párpados y apago las luces del boliche. Esos momentos son reales: los puedo tocar, lamer, morder. Pulir. Doler. Se mueven, me mueven. Patean a la mierda las ganas que como potiches acomodo perfectamente en la mesita de luz.
Y entonces, armar con los pedacitos de porcelana barata, de cerámica de baldío, la única gana que vale. Ahí es cuando el mate por la mañana tiene sentido, porque no hay agenda para hacer: la estoy haciendo.
Porque el gerundio es poder, y me lleva el diablo las graciosas peleas de la RAE por su uso y abuso, qué valor.
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