25 ene, 2014
Estamos convencidos de que a veces
las cosas funcionan mal, cuando en realidad no están saliendo de la manera que nosotros pensamos que deben ser. A través de sucesos que tomamos como excusas queremos evitar reconocer que lo que buscamos en verdad es tener la razón: justificar un dolor profundo que todavía no pudimos eliminar del sistema inconsciente. Las personas están diciendo “yo sé muy bien cómo deben ser las cosas, yo sé lo que es correcto y lo que es incorrecto”. Esta actitud mental proviene de fuertes apegos y repulsiones: queremos y buscamos ávidamente algo y, por otro lado, rechazamos con ahínco otras, ya sean personas, conductas, situaciones y formas.
Padecemos porque seguimos los dictados del adherido ego en querer tener razón.
“¿Por qué murió
tal persona?, no debería haber sucedido esto”, “no tendría que haber pasado lo que pasó en el gobierno”, “si hubiera sido de otra manera todo”, “si aquello no hubiese pasado”, “si yo no estuviera enfermo”. Constantes son los ejemplos, la verdad es que la causa no es algo específico sino su excusa. Lo específico es fabricado y señalado desde la necesidad de aducir carácter de causa a lo que es simplemente un efecto. De esta manera el ego cree esconderse, él desea cambiar
todas las cosas a cómo suceden y culpar a otros de lo que él mismo piensa.
Por
falta de observación sincera de la propia mente, las personas hacen causa de lo que sienten a otros, y creen tener razón. No llegan a comprender todavía que no están
mirando a nadie en absoluto, sino a sus propios pensamientos. Un hombre cree
que tal mujer lo hace feliz, no quiere admitir que esa sensación proviene de una decisión interna propia, más tarde tiene que pensar que la misma mujer lo hizo infeliz. El amor que nos brinda una persona siempre es de segunda mano y adictivo, porque no se puede poseer a alguien y su amor. En ese intento la mente enferma y queda así hasta que admite su enfermedad. Desde la infelicidad interna no observada producimos todo tipo de relaciones disfunsionales que la reflejan.
Llega la instancia en que uno debe asumir ante la
vida: “Estuve equivocado, no tengo razón en cómo interpreté la cosas, debo aprender ahora a sentir una guía interior diferente a la del ego”.
Si observamos detenidamente veremos que uno entra en una relación
con la expectativa de sentirse especial o diferente. Las relaciones tienen el propósito del ensanchar y expandir lo que uno mismo ya estableció que sería su objetivo o propósito en mente. Hay pelea e insatisfacción en todos los órdenes de relaciones porque el propósito interno está errado al fundarse en el deseo de ser especial y diferente. La necesidad de destacarse es común entre hombres y mujeres. El ego cree: “Soy la opinión que tengo o la razón que pienso”. Este propósito cerrado nos lanza a una pelea interminable en una arena que llamamos mundo, nos adaptamos a pensar que “el mundo es así”. Cuando lo que sucedió en verdad es que la creencia en lo irreal ha sido instalada perfectamente. No hay nada en el mundo que sea de tal o cual manera, todo es de la forma en que uno decide mirarlo. No hay cosas hechas, no hay paquetes, no hay productos, más bien procesos eternos de pensamiento, intangibles al alma dormida en la expectativa del control del proceso de su propia felicidad.
Cuando en una relación sentimos, ya sea que perdemos, que amamos sin que nos retribuyan, que nos abandonan o nos lastiman, solemos apartarnos para recuperar nuestras razones propias egoístas e intentar nuevamente por otro lado. Muy poca gente admite que sufre porque está enojada internamente (con la Vida o Dios y con sus propias decisiones inconscientes pasadas) y prosigue en el utópico intento de hacer que las cosas salgan a su manera.
Repetimos las mismas lecciones una y otra vez sin pasarlas, justamente porque no tomamos la vida como una escuela. Es como si una
persona va a la Universidad de manera muy petulante para exigirle a sus profesores los contenidos que deben tratar con ella y la manera en cómo deben hacerlo. El miedo nos ha robado la inteligencia, por tal motivo exigimos diciéndole a la vida cómo debe ser.
Todo pesar llega para mostrarnos que estamos tensos con la vida, la cual es siempre plenitud. Toda insatisfacción proviene del hecho de no acoplarnos a su fluir natural, que danza en éxtasis más allá de toda circunstancia aparente. Pero observemos con que tesón queremos tener razón en nimiedades, re-inventar una vida sin sentido que nunca volvió pleno a nadie. La gente se atiborra en sus propias razones incluso con contenidos sumamente irrelevantes. El deseo de ser y de destacarse todavía prima incluso en el núcleo del supuesto amor llamado “la familia”. Quizá pocas parejas y amigos se miran a los ojos para admitir con paciencia sus propias sensaciones y no juzgarse por esto, cuando podrían estar edificando así las bases más sólidas para el amor incondicional del mundo entero.